ISABEL MARIA PALOU AMER

miércoles, 25 de enero de 2012


SILVIA


A muy temprana edad sus padres descubrieron que era un niño inteligente y amoroso, pero su corazón se encogió cuando el médico les confirmó sus temores: Luís era sordo.
Desde los cuatro años empezó a aprender el lenguaje de los signos en la escuela para sordos de la ciudad, y una parte de su familia acudió a las clases nocturnas para adultos para poder tener las herramientas necesarias para comunicarse con él.

Las distintas posiciones de manos y dedos se vieron acompañadas desde el primer momento de un arte que le reportaría grandes placeres en su vida: leer los labios.

Ya en la adolescencia, le permitió entrar en una escuela de secundaria normal y corriente, donde nunca se sintió como un bicho raro, ya que era capaz de entender a sus profesores y compañeros e incluso de hablar con ellos de una manera totalmente inteligible.

A veces se divertía observando a los demás cuando hablaban entre ellos y olvidaban que él les entendía aunque no estuviera cerca. En más de una ocasión, descubrió lo que las chicas pensaban de él, de su manera de vestir, hablar o andar, simplemente leyendo sus labios desde el otro lado del pasillo o de la clase. Así se enteró de que Natalia quería conocerle mejor, mucho mejor, que deseaba enseñarle lo que ya sabía y él sólo intuía. También descubrió más tarde, con dolor de su corazón, que ella ya no estaba por él, que se había aburrido y prefería los músculos del nuevo portero del equipo de fútbol, recién llegado de la capital.
Era un truco que utilizaba a menudo para saber lo que la gente pensaba de él o lo que murmuraban a solas en voz baja. Le permitió aprender inglés con las películas americanas, que doblan las voces pero no el movimiento de los labios. Y entender las conversaciones privadas de la gente en medio del bullicio de las discotecas.

Poco a poco, según iban pasando los años se convirtió en un sibarita de las bocas. Claro, se pasaba el día entero observándolas, prestándoles atención, examinándolas. Clasificó los distintos tipos de boca en varias categorías y las puntuó del uno al diez, según su propio criterio.

Odiaba las bocas con enormes bigotes como visera o barbas descuidadas y sin recortar, le hacían perder el hilo de la conversación y se lo ponían muy difícil. Sentía aversión por las bocas de los fumadores y fumadoras, jalonadas de dientes amarillos y llenos de manchas, apestando a nicotina y alquitrán. Fruncía el ceño frente a sas bocas que se lavan los dientes muy de vez en cuando y acumulan restos de comida en la superficie del esmalte.

Le encantaban las bocas de los niños, especialmente cuando perdían sus diminutos dientes de leche y exhibían con orgullo enormes agujeros, como portales de iglesia por donde se escapaban las Z y las C junto con algunos perdigones de saliva inocente.

Algunos de sus compañeros tenían bocas elegantes y sensuales, de labios gruesos bien definidos, de color rosa pálido u oscuro. Otros tenían bocas de labios finos, masculinos y firmes, delimitados por una piel tersa y afeitada.

No le importaba que los dientes no estuvieran colocados del todo bien, no era necesario que fueran perfectos, pero sentía debilidad por los dientes blancos y limpios. Siempre era mucho más agradable comunicarse con bocas así. Apreciaba sinceramente las lenguas rosadas y sanas, que desprendían un aroma que se le antojaba dulzón aún sin ser desagradable.

Pero sin duda, sus preferidas eran las bocas de sus amigas. Todas ellas diferentes pero hermosas, cada una con una personalidad única. Agradecía con placer que se pintaran los labios cuando quedaban con él, aunque sólo fuera para tomar un café. Tanto, que su regalo más habitual entre sus compañeras era una sugerente y sensual barra de labios.

Le encantaba el color que utilizaba Nuria, ese rojo ardiente y brillante, que transformaba su boca carnosa en una fresa madura y jugosa. Y qué decir del color cereza que usaba a menudo Ingrid, oscuro y mate, que daba a su enorme boca el aspecto de dos pétalos de rosa salvaje.

Amanda, la tímida, de labios en forma de corazón, pequeños pero sensuales. Prefería tonos melocotón con brillo satinado, acorde con su maquillaje discreto y natural. La peculiar y extravagante Lucy se decantaba casi siempre por la gama de los morados y fucsias extremadamente descarados, casi vulgares, pero que ella lucía con alegría y voluptuosidad, a juego con sus extraños modelitos de diseño. Sólo ella podía permitirse licencias tan arriesgadas y salir airosa.

Adoraba los tonos marrones con que se maquillaba su mejor amiga Alexia. Las gafas de pasta oscura resaltaban su serena y equilibrada belleza. Recordaba con cariño los labios simétricos y suaves de su madre, adornados con maquillajes nacarados con reflejos naranjas o rosas, dependiendo de la ocasión.

Sin olvidar, por cierto, la dulce y diminuta boca de Lily, su compañera de pupitre en las clases de inglés, le hechizaban sus pintalabios de purpurina con tonos dorados, que al cabo de un rato se extendían por la piel que enmarcaba la boca y la hacían brillar con minúsculos destellos escarchados.

Pero fue cuando conoció a Silvia que estuvo seguro de haber encontrado la perfección. Desde que cruzaron sus miradas y sus primeras palabras, quedó irremediablemente cautivado por aquella boca maravillosa, elocuente, vital, fresca, tierna, sensual, sencillamente fascinante, cubierta simplemente por una capa de brillo transparente.


Desde el primer momento, se imaginó hablando con ella, siguiendo sus movimientos sin perder el más mínimo detalle, descifrando conversaciones interminables e inteligentes, sugiriéndole palabras de amor y deseo. Se encontró a sí mismo pensando en esos labios de forma perfecta y piel sedosa recorriendo y besando cada centímetro de su cuerpo. Estrellándose contra su piel, como livianas burbujas de jabón. Con calidez, con ternura, con pasión. Sin prisa, sin pausa. Abriéndose lentamente para dejar entrever una lengua sabia y perfumada, humedeciendo su propia boca y explorando su paladar y las comisuras de sus labios.

Fantaseó con la blancura y firmeza de sus dientes, se dejó envolver por una sonrisa sincera, divina, radiante, esbozada desde lo más profundo del alma. Se estremeció al imaginar los delicados mordiscos en el lóbulo de sus orejas y se extasió divagando con juegos íntimos y sutiles.


En ese preciso instante supo que nunca más volvería a separase de ella.